EMANUELA LOI: LA GUARDAESPALDAS DE LA ANTIMAFIA
- Lucas Manjon & Giulia Baruzzo

- 24 mar
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 18 jul
Emanuela Loi fue la primera escolta mujer asesinada por la mafia. Tenía 24 años y murió junto a Borsellino en la masacre de via D’Amelio. Su historia es la de una joven que eligió servir al Estado a pesar del miedo. Hoy su nombre inspira a miles de mujeres que luchan contra el crimen y la impunidad. Aquí parte de su historia.

Al igual que en muchas otras áreas de la vida pública y privada, las mujeres también eran invisibilizadas en lo que respecta a la guerra y la seguridad. Desde la Antigüedad hasta los primeros años del siglo XX, su rol se limitaba a la desgracia de ser víctimas, viudas o huérfanas. Sin embargo, a partir de la Primera Guerra Mundial comenzaron a ocupar otro tipo de tareas. Desde aquella aniquilación de proporciones mundiales que inauguró el llamado “siglo de las matanzas”, las mujeres mantuvieron su lugar como víctimas, pero poco a poco, las circunstancias —y, sobre todo, el capital— las incorporaron de manera activa a la industria directa e indirecta de la guerra. En los enormes galpones de ladrillos rojos, fueron especialmente mujeres y niños quienes sufrieron las duras condiciones de trabajo al fabricar manufacturas industriales de todo tipo, alimentos ligeramente procesados, armas, municiones y medicamentos destinados al frente de batalla.
Tras la Segunda Guerra Mundial, las mujeres, en el mejor de los casos, volvieron a ser esposas, madres, hermanas o hijas, cuando no viudas o huérfanas. Los hombres que lograban regresar del conflicto ocupaban nuevamente los puestos que se entendían “reservados por derecho”; las mujeres solo los habían reemplazado por una necesidad superior: la guerra. No obstante, con el auge del capitalismo y el crecimiento de una industria orientada a producir mercancías accesibles para la clase trabajadora, la incorporación de mano de obra femenina a la cadena de producción se convirtió en una necesidad sostenida. A la par de esa demanda del mercado, surgieron en Europa Occidental y en Estados Unidos diversos movimientos de mujeres de clase media que abogaban por el derecho a trabajar en igualdad de condiciones que los hombres. De manera paralela, estas demandas comenzaron a extenderse también al ámbito estatal, incluso a los cuerpos de seguridad, tradicionalmente vedados a las mujeres.
En Italia, la policía permitió por primera vez el ingreso de mujeres en 1959, con la creación del cuerpo de Policía Femenina. Aunque asumieron responsabilidades policiales en igualdad formal con los hombres, sus funciones estaban orientadas exclusivamente a la protección de mujeres, niños y a los entonces denominados “delitos contra la moral”. Recién en 1981, a través de una reforma impulsada por el propio Estado, las mujeres accedieron plenamente a todos los cargos y áreas dentro de la fuerza. Ese mismo año, una joven mujer —hija, hermana, entusiasta, y con un firme compromiso con las instituciones del Estado— decidió ingresar a la policía. Con el tiempo, se transformó en escolta de seguridad. En guardaespaldas. Una de las primeras.

Emanuela Loi nació el 9 de octubre de 1967 en Sestu, en la isla de Cerdeña. Hija de un obrero ferroviario y una ama de casa, era la menor de dos hermanos, siendo Claudia —su hermana— quien tendría mayor influencia en sus decisiones. De sonrisa amplia y cabellos rubios, desde muy joven se caracterizaba por un férreo compromiso con las cuestiones sociales. Durante su adolescencia, Emanuela aspiraba a ser maestra, al igual que Claudia. Al terminar la escuela secundaria, comenzó a estudiar la carrera docente, que logró completar sin sobresaltos. Sin embargo, no comenzó a ejercer como maestra, ya que, después de varias conversaciones con su hermana, ambas decidieron ingresar al cuerpo de policía del Estado. Las hermanas Loi se inscribieron juntas, rindieron juntas los exámenes, y Emanuela los superó con honores. Durante ese proceso, recibió una oferta para cubrir un cargo vacante como maestra en Cerdeña, pero la dedicación con la que estaba preparando las pruebas y su entusiasmo por ingresar a la policía la llevaron a rechazar la propuesta y seguir con ese nuevo desafío.
En los años ochenta, la Cosa Nostra se desangraba en medio de una dantesca guerra interna, que regaba de sangre los campos y calles de Sicilia. Las familias asociadas al clan de los Corleoneses —con Salvatore Riina y Bernardo Provenzano a la cabeza— se dedicaban a asesinar y hacer desaparecer a los mafiosos de los clanes que durante décadas habían controlado la mafia siciliana. También ordenaban el asesinato de sus familiares, hasta la décima descendencia. Apellidos como Inzerillo, Bontate y Badalamenti, junto a las fotos de sus cadáveres, ocupaban periódicamente las tapas de los diarios sicilianos. La segunda guerra de la Cosa Nostra —la más cruenta en su historia hasta entonces— se definía, a comienzos de los años noventa, a favor de los campesinos de Corleone. Riina y Provenzano eran los nuevos dueños de la Cosa Nostra, de Palermo y Sicilia. A pesar de la victoria, los corleoneses continuaban asesinando a mafiosos vinculados de alguna manera con los clanes derrotados. Pero además, reactivaban otro frente de batalla: el del Estado, en particular el de los juzgados que intentaban detenerlos, y lo hacían a través de una violencia que parecía contagiosa.
Entre 1979 y 1985, la mafia asesinó, entre muchos otros, al magistrado Cesare Terranova, al jefe de la Escuadra Móvil de Palermo Boris Giuliano, al fiscal Gaetano Costa, al capitán de Carabineros Emanuele Basile, al honorable Pio La Torre, al general de Carabineros Carlo Alberto Dalla Chiesa, al magistrado Rocco Chinnici, y a los policías Beppe Montana, Ninni Cassarà, Roberto Antiochia y Natale Mondo. La segunda guerra mafiosa inauguró un nuevo modelo de conducción basado en el sadismo, el mismo mecanismo que los corleoneses habían utilizado para asaltar la jefatura de la mafia. Este procedimiento significó una transformación histórica para el futuro tanto de la mafia como de la antimafia. Uno de los que más sufrió las consecuencias de esta táctica fue el mafioso —y futuro pentito— Tommaso Buscetta, asociado a la familia mafiosa de Porta Nuova. Cadáveres con su apellido comenzaron a aparecer en las calles de Palermo —algunos aún siguen sin ser encontrados—, engrosando la larga lista de muertos. Entre los primeros en caer estaban sus hijos Benedetto y Antonio (del primer matrimonio), su hermano Vincenzo, y sus sobrinos Domenico y Benedetto. Otros familiares también fueron asesinados: su cuñado Pietro, su yerno Giuseppe Génova, y otros dos sobrinos, Antonio y Orazio D’Amico.

El supuesto “código de honor” que la mafia decía tener quedaba
destruido por completo ante las órdenes de los nuevos jefes. Esto, según Buscetta, lo habilitaba moralmente a declarar ante las autoridades. La violencia indiscriminada —hasta para un mafioso como él— y el riesgo de ser asesinado por sus propios compañeros lo llevaron a entregarse por completo al Estado, el mayor enemigo de la Cosa Nostra. Las declaraciones de arrepentidos como Tommaso Buscetta y Antonino Calderone —otro futuro colaborador de justicia— permitieron a magistrados antimafia como Giovanni Falcone y Paolo Borsellino intensificar las investigaciones. Gracias a esas colaboraciones, Falcone, Borsellino y otros miembros del pool antimafia lograron sentar en un mismo juicio a cientos de mafiosos.
En 1986, en un edificio construido especialmente para la ocasión, con más de 300 mafiosos en celdas, cientos de abogados defendiéndolos y miles de policías encargados de prevenir un atentado, comenzó el Maxiprocesso, un juicio de proporciones históricas contra la Cosa Nostra. A pesar de las burlas y el escepticismo de buena parte de la política y la prensa, el juicio concluyó en 1987 con la condena de más de 360 mafiosos, incluidos varios jefes. Este avance de la antimafia dentro del Estado —y la posterior traición o inacción de los sectores más corruptos— convirtió a magistrados como Falcone y Borsellino en objetivos prioritarios de la Cosa Nostra.
A principios de los años ochenta, la necesidad de engrosar las filas de policías asignados a la protección de políticos, jueces, fiscales, periodistas, mafiosos arrepentidos y otros agentes de mayor rango se había transformado en un fenómeno de alta demanda que, como muchas otras cosas vinculadas a la mafia y la antimafia, se sostendría en el tiempo. Después de realizar el curso de formación en la Scuola Allievi Agenti de Trieste, Emanuela fue transferida a la convulsionada y ensangrentada isla de Sicilia. Aunque esperaba con ansias regresar a su isla natal y planificar su futuro junto a su gran amor, Andrea, el destino, la mafia, la necesidad y la burocracia la enviaron al sur del país. Con muy poco tiempo de permanencia en Palermo, Emanuela pasó rápidamente a formar parte de las custodias asignadas a personas relevantes para el sistema político y judicial italiano, entre ellos el futuro presidente Sergio Mattarella y también jefes mafiosos. Una de sus tareas consistía en custodiar al boss Francesco Madonia, uno de los tantos que había participado en los asesinatos del general Carlo Alberto Dalla Chiesa y del jefe de policía Ninni Cassarà. Madonia había sido detenido y condenado en el Maxiprocesso en 1987, pero, gracias a su asociación con políticos sicilianos como el honorable Salvo Lima, continuaba dirigiendo los negocios criminales de su familia desde el Hospital Municipal de Palermo, donde aparentaba cumplir la condena. Mientras Madonia permanecía plácidamente recluido en el hospital, además de dirigir a su clan, ordenó el asesinato del policía Antonino Agostino en 1989 y del empresario Libero Grassi en 1991, cuando este se negó a pagar el pizzo, el impuesto mafioso para evitar atentados perpetrados por la propia organización. La viuda de Grassi, Pina Maisano Grassi, fue una de las primeras personas a las que Emanuela debió custodiar.

El año 1992 sería uno de los más convulsionados y dramáticos en la larga historia siciliana. El 23 de mayo, llegaron al aeropuerto de Punta Raisi, en Palermo, el magistrado Giovanni Falcone y su esposa, la también magistrada Francesca Morvillo. Falcone era el enemigo público número uno de la Cosa Nostra y de los políticos asociados a ella. Al aterrizar, abordaron uno de los vehículos que los esperaba en la pista para dirigirse hacia Palermo, acompañados por seis policías distribuidos en otros dos autos. Cuando los tres vehículos llegaron a la salida de Capaci, en la autopista, desde una colina cercana —y guiados por un mafioso que había seguido la caravana desde el aeropuerto—, a las 17:58, Giovanni Brusca y Antonino Gioè activaron el detonador de casi mil kilos de TNT colocados bajo el asfalto. En el acto murieron los escoltas de la policía Montinaro, Schifani y Dicillo; Giovanni y Francesca fallecieron más tarde en el hospital.
El impacto del atentado y la capacidad de la mafia para asesinar a su principal enemigo provocaron una conmoción generalizada que sumió incluso a la propia policía en el miedo. Las fuerzas de seguridad sabían que el siguiente objetivo era el fiscal de Palermo y amigo íntimo de Falcone: el magistrado Paolo Borsellino. El propio Paolo era plenamente consciente de ello. En una entrevista concedida a la televisión francesa apenas un mes después del atentado de Capaci, Borsellino recordaba una conversación que había tenido años atrás con el policía Ninni Cassarà, poco antes de que este fuera asesinado: “Somos cadáveres que caminan”.
Después del atentado contra Giovanni, Francesca y sus escoltas, Emanuela viajó a Cerdeña para pasar unos días de descanso con su familia y su pareja. Permaneció allí solo unos días y luego regresó a Palermo. La situación de seguridad de Paolo era crítica, pero el tiempo jugaba en su contra y él se desesperaba por esclarecer el asesinato de su amigo y compañero. Aunque su equipo intentaba limitar sus movimientos, Paolo no rechazaba ninguna invitación a actos en memoria de las víctimas de la masacre de Capaci, concedía entrevistas y pasaba sus días investigando a la mafia y a los políticos que consideraba tan responsables como los propios jefes mafiosos. La firme determinación de Borsellino y las claras señales de que su vida corría peligro llevaron a que se reforzará su equipo de escoltas. Entre quienes se sumaron a esa nueva custodia se encontraba Emanuela, una de las primeras mujeres en desempeñar una tarea de esa magnitud.

El estado de muerte permanente que rondaba por las calles de Sicilia alertaba a cualquiera que tuviera un vínculo, aunque fuera mínimo, con la isla. La familia de Emanuela vivía preocupada. Ella también lo estaba. Si bien su ingreso a la policía había sido una decisión consciente, el miedo se había incorporado al entusiasmo y a la determinación por hacer lo correcto. Emanuela temía por el sufrimiento que sus decisiones podían provocar en sus seres queridos. Se comunicaba todos los días con ellos en Cerdeña e intentaba tranquilizarlos de alguna manera. De hecho, no les contaba que su nuevo protegido era el fiscal más amenazado del país. Cuando Paolo se encontró con Emanuela por primera vez, el policía a cargo del equipo de custodios los presentó. El padre, el hijo, el magistrado, el cadáver que camina —como él mismo se definía— superaba por un momento al funcionario y al objetivo protegido: —¿Y se supone que ella debe defenderme? Yo debería defenderla a ella —dijo, con la garganta tomada por la sorpresa. Aquella frase era el reflejo de un rapto inconsciente de perplejidad, nerviosismo, y de la plena conciencia de un hombre que sabía que podían asesinarlo en cualquier momento, y que quienes buscaban su muerte posiblemente también matarían a quienes lo rodeaban para lograrlo. Así, Paolo se encomendaba — consciente o no— a ser protegido por una joven mujer de veinticuatro años, rubia, de ojos oscuros que se achinaban mecánicamente con cada sonrisa. Emanuela iba armada, en estado de alerta permanente. El miedo de convertirse en una víctima no le impedía cumplir con responsabilidad la tarea que había asumido.
El 19 de julio de 1992, el magistrado antimafia Paolo Borsellino almorzaba en un restaurante entre las localidades de Terracini y Capaci junto a su esposa Agnese y sus hijos Manfredi y Lucia. Sus seis custodios esperaban que la reunión familiar concluyera para trasladarlo hasta la casa de su madre y su hermana, en la vía d'Amelio 21, en Palermo. El departamento se encontraba en una calle sin salida, que funcionaba —y aún hoy lo hace— como un estacionamiento improvisado para vecinos y visitantes. Allí resultaba especialmente difícil maniobrar con los vehículos de escolta. En esa calle, en ese espacio de cemento y alquitrán, frente al edificio que las fuerzas de seguridad supuestamente protegían por el alto riesgo que implicaba ser familiar del enemigo número uno de la Cosa Nostra —enemigo que, sin embargo, seguía siendo hijo y hermano, y por eso visitaba frecuentemente el lugar—, la mafia, en complicidad con miembros corruptos de los servicios secretos italianos, estacionó varios días antes un Fiat 126 cargado con cien kilos de trinitrotolueno, simplemente TNT, o todavía más simple: explosivos. Los seis escoltas que custodiaban a Borsellino se desplazaban en tres autos blindados. Al llegar al edificio, Paolo y cinco de ellos bajaron del vehículo y caminaron unos pocos pasos hacia el portal. El sexto agente, que oficiaba de conductor en uno de los autos, maniobraba unos metros más adelante para dejarlo bien estacionado y no obstruir el tránsito. A las 16:58, a través de un mando a distancia —aunque algunas versiones aún hablan de un cable conectado al timbre del portero eléctrico—, alguien accionó el detonador. Los cien kilos de TNT explotaron en esa calle sin salida, frente al edificio donde vivía la madre del principal objetivo de la mafia siciliana.

La bomba destrozó los cuerpos de Paolo y de los cinco escoltas que lo acompañaban. La explosión, además de arrebatarles la vida a seis funcionarios del Estado, dejó veinticuatro heridos, arrasó con los frentes de varios edificios y quemó decenas de autos estacionados. Pero sobre todo, se llevó la poca — poquísima— esperanza que aún conservaba una parte importante del pueblo italiano, especialmente el siciliano, que seguía aferrado a la Justicia e intentaba de algún modo proteger a quienes luchaban por defenderla. Los vacíos, tanto en la física como en la política y en los sentimientos, tienden naturalmente a ser ocupados por otros. La esperanza que se evaporó con el humo de la bomba fue reemplazada por una bronca sólida, una ira densa y un odio profundo, que a veces pueden ser motores más explosivos y movilizadores que los sentimientos genuinos y culturalmente aceptados. Los sicilianos, además de cargar con esa compleja combinación de emociones, decidieron ocupar los balcones, las calles y la catedral de Palermo para exigir que la mafia fuera expulsada de las vísceras del Estado y se hiciera Justicia por Paolo Borsellino, Agostino Catalano, Vincenzo Li Muli, Walter Eddie Cosina, Claudio Traina y Emanuela Loi: las víctimas de la masacre de la vía d'Amelio.

Se suele confundir el funeral de Borsellino con el de los cinco miembros de la policía asesinados en la masacre de vía D'Amelio. El funeral de Paolo fue privado. La familia rechazó el funeral de Estado, pero la sociedad palermitana decidió asistir en silencio: casi diez mil personas se acercaron para presentar sus respetos a quien consideraban un héroe común que se enfrentaba a la mafia. El funeral de Agostino, Vincenzo, Walter, Claudio y Emanuela sigue emocionando a quien busque las imágenes en internet. El funeral de Estado para los policías asesinados tuvo lugar en la catedral de Palermo, el mismo espacio religioso donde se había realizado la ceremonia por los muertos de Capaci. En esa triste ocasión, la sociedad palermitana lo transformó en un funeral del pueblo. Cuatro mil policías custodiaban la enorme estructura religiosa. La aislaron —y aislaron a sus héroes de todos—. Cuando el recién electo presidente de la República, Oscar Luigi Scalfaro, ingresó a la catedral, los palermitanos excluidos de la despedida a sus héroes estallaron en odio. Los cordones policiales se quebraron como frágiles ramitas. Los palermitanos, eufóricos y embriagados de bronca, saltaron las rejas que rodean la catedral y se dispusieron a asaltar el templo. Adentro, el nerviosismo creció y comenzó a reflejarse en los rostros de los políticos que habían asistido a la ceremonia. En los jardines, la policía corría detrás de los ciudadanos para intentar evitar su ingreso. El esfuerzo fue en vano. Al grito de “¡Saquen a la mafia del Estado!”, quienes lograron entrar a la catedral llegaron a estar a pocos centímetros de los políticos, que sintieron el peligro de ser atacados físicamente. La policía logró evitar que las agresiones pasaran de lo verbal, pero de igual forma, la política italiana fue herida de muerte.
Esa fue la historia de Emanuela, la historia de una joven que desde su adolescencia sintió la necesidad de ejercer una profesión que revitalizara al Estado: primero como maestra, y luego como policía del Estado italiano. Emanuela siempre tuvo claro el riesgo que corría, pero eso no la llevó a desertar de su tarea, de su idea, de su responsabilidad —esa que específicamente ella había elegido—. Su hermana todavía hoy la recuerda no solo con el cariño de un ser amado, sino también como una ciudadana que todos los días defendía la elaborada idea de que cada uno debía hacer su parte, cumplir con su deber y no echarse atrás ante las dificultades. Las decisiones que Emanuela tomó en vida fueron las que la llevaron a recibir, un mes después de ser asesinada, la Medalla de Oro al Valor Civil. Su nombre se replica hoy en más de cincuenta calles y plazas en todo el país, en diez escuelas y dos jardines públicos. Emanuela nunca llegó a imaginar que su nombre resonaría en tantos lugares de toda Italia, ni que se convertiría en fuente de inspiración para miles de mujeres que querían pelear contra la mafia haciendo lo que más la exaspera —y también lo que más la debilita—: fortaleciendo al tan demonizado Estado.




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