Nacida en el seno de una familia mafiosa siciliana en los años setenta, Rita Atria rompió con los designios que la mafia le tenía destinado por ser mujer. Aquí una parte de su historia.
Las afueras de Roma los días domingo son religiosamente silenciosos. En invierno, la ciudad adquiere una tonalidad gris, de neblina permanente y la gente casi no se asoma a la calle, en verano está excesivamente soleada, fatigosa y la sombra de los edificios no es suficiente para soportar el calor intensificado del cemento, la gente que puede huye de la ciudad eterna. Las ventanas de los departamentos suelen estar abiertas para que las corrientes de aire entren a la casa y la refresque, pero en general son esquivas cuando las calles son angostas y no se habita algún departamento en los pisos altos.
Rita vive en Roma desde hacía más o menos un año, pero tiene muy poco tiempo en el departamento del séptimo piso de vía Amelia 23. Tan solo un par de días. Antes vivía con su cuñada y su sobrina, todas sicilianas, del sudeste de la isla. Rita que a veces se llamaba Gabriele, otras veces Margot y hasta incluso Vanessa, tiene diecisiete años y es testigo protegida del Estado italiano. Escapó de la isla cuando decidió contar a la justicia todo lo que sabía sobre las actividades mafiosas en su pueblo y que conocía porque en gran medida las había dirigido su padre Don Vito, de fuertes vínculos con la familia mafiosa Aragón y de buena relación con los Onofrio, la otra familia fuerte de la región. Vito era de los que se autodenominaba miembros de la mafia tradicional, la que se regía por un código de valores insuperable e inapelable que “solucionaba conflictos” y recaudaba dinero como pago por un servicio que se auto adjudicó en una licitación por ausencia del Estado. Pero Don Vito no reconoció los cambios que sectores de la organización a la cual pertenecía intentaban hacer. Vito fue asesinado en 1985 cuando Rita tenía solo once años y si bien tenía buena relación con las dos familias mafiosas y era escuchado y respetado en sus opiniones, su malestar frente a la participación de la mafia en el narcotráfico internacional era un escollo que el mercado criminal no se iba a permitir.
Los disparos que terminaron con la vida del padre de Rita intensificaron una larga, lenta y dolorosa agonía. El dolor de Rita había comenzado al nacer. Despreciada por su madre en el útero, los maltratos y la repulsa que, durante los once años de vida, su padre mantuvo dentro de ciertos parámetros. Con el asesinato de Don Vito se activó el plan, el deseo y la obligación de vengar la muerte que su hijo Nicolò creía tener. La responsabilidad que Nicolò suponía tener se mantuvo inestable durante seis años. Ese sexenio de improvisación, rabia, organización y desorganización ocasionó varias muertes en el entorno de Nicolò, su esposa Piera y su hija Vita María. Cuando la obsesión de Nicolò parecía diluirse, las mismas personas que asesinaron a su padre tomaron la decisión de terminar con cualquier nuevo intento del joven por cumplir con su venganza. El 24 de junio de 1991, cuatro asesinos armados con pistolas y fusiles de origen soviéticos Kaláshnikov ingresaron a la pizzería Europa del pequeño pueblo costero de Montevideo, en la cual Nicolò se encontraba trabajando. Dos de los asesinos se quedaron en el salón y los otros dos fueron hasta la cocina. Cubiertos sus rostros con pasamontañas ingresaron en los pocos metros cuadrados donde Nicolò y Piera se encontraban. El susurro que expira Piera de su boca llega solo a decir “Nico”, que percibe la presencia de los asesinos, se gira y les pide “No toquen a mi esposa”. Las balas 7.62 del fusil impactan en la heladera, el horno microondas, en las botellas de salsa de tomate, en el hombro y el pecho de Nicolò que cae muerto en ese mismo instante. De igual forma, uno de los asesinos, da unos pasos, camina hasta el cadáver de Nicolò, mira a Piera que observa la dantesca obra en silencio y atención, y le dispara un tiro a la cabeza de Nicolò. Todo terminó en menos de un minuto. Los asesinos huyeron, los comensales del salón escaparon detrás de estos, y Piera que se había quedado observando el cuerpo de su esposo en el piso, rodeado de platos rotos, fideos, salsa de tomates y sangre salió caminando de la cocina, atravesó el salón, llegó al auto y maneja hasta la casa de sus padres: “Nicolò está muerto, le dispararon delante mío”.
La desolación de Rita era cada vez más grande. El agujero en su alma se expandía al bombeo rítmico de su corazón. Ya no estaba su padre. Ya no estaba su hermano. La mafia de la cual formaban parte los había expulsado. Su hermana mayor vivía en Milán con su esposo y Rita con dieciséis años terminaba abandonada con una madre que la despreciaba desde antes de nacer. Piera no tenía vínculos de ningún tipo con la mafia. Solo sabía de ella como cualquier otra siciliana de cualquier época y por lo tanto no tenía ningún deseo de venganza. Escapando de su casa y de su madre, Rita se reúne casi todos los días con su cuñada y su sobrina despues del asesinato de su hermano y la escucha a su cuñada en aparente paz, sin sobresaltos, sin enojo, anestesiada. Uno de esos regulares días de charlas, en los cuales la tranquilidad de Piera se contrastaba con la sobresaltada y verborragia actitud de Rita se enfrentaban amorosamente se interrumpían cuando Rita llama a casa de Piera y la madre le anunciaba que su hija había viajado y que durante varios días no volvería. Piera se había contactado con un oficial de Carabinieri primero y con la fiscal Morena Plazzi después, para evitar cualquier posibilidad de venganza y encaminar el destino hacía la justicia, aportando información sobre los delitos que había cometido su difunto esposo, su difunto suegro y todas las personas que estaban vinculadas a ellos, directa e indirectamente.
Piera no era la primera viuda de mafia, todo un concepto y una carga que muchas mujeres de Sicilia tenían, que se decidían a colaborar con la justicia. Otras viudas de mafia ya habían colaborado, pero no eran demasiadas. Piera después de varios días llamó a su cuñada y le informó: “No estoy en Sicilia y nunca volveré. Fui con la policía y hablé con los jueces. Les conté todo lo que se”. Las palabras pasaron del auricular al oído, entraron en la cabeza de Rita y comenzaron a martillar su cerebro. No estaba conmocionada, solo que no llegaba a comprender lo que estaba pasando. Ráfagas de cuerpos mutilados se le atravesaban en la memoria y bloqueaba su repulsión o su apoyo a lo que había hecho su cuñada. Posiblemente eran las imágenes de los familiares de los mafiosos que habían colaborado con la justicia y que aparecían en las tapas de los diarios: los diez familiares de Tommaso Buscetta -entre ellos dos hijos-; la madre y la hermana de Marino Mannoia y los treinta y cinco familiares de Salvatore Contorno.
Piera declaró ante la justicia y le tocó hacerlo frente a un hombre alto, parcialmente calvo, canoso que fumaba un cigarrillo tras otro, que según Piera usaba frases y tenía un tono de voz que lo asemejaba a las que tantas veces oyó en Partanna. El hombre alto, parcialmente calvo, canoso que fumaba un cigarrillo tras otro, era siciliano, conocía a muchos mafiosos por que se había criado en Palermo durante los años cincuenta y sesenta y porque había logrado el encarcelamiento de más de trescientos en un mega juicio conocido como el Maxiprocesso. Paolo Borsellino al escuchar a Piera nerviosa y temerosa decir “su voz suena como la de un mafioso” se echó a reír, pero logró calmarla al presentarse y referir que era el compañero de vida y trabajo del famosísimo Giovanni Falcone, el héroe de los ciudadanos que esperaban una pelea honesta contra la mafia. La actitud de Piera cambió y se tornó extremadamente respetuosa y distante. Cada frase dirigida a Borsellino era precedida por “Honorable” o “Señor Magistrado”, a lo que Paolo detuvo en tono burlón: “Con el debido respeto, antes era mafioso y ahora soy honorable. Hablando en nombre de la categoría, ciertamente me abstendría de ser Honorable. Soy un simple Fiscal, llámeme, Paolo, pero no me llame Honorable”. Ese mismo día se acordó que Piera fuera trasladada a Roma, para vivir bajo el sistema de protección de testigos que en gran medida habían moldeado Falcone y Borsellino.
Instalada en la capital italiana junto a su hija Vita María, viviendo con relativa tranquilidad y construyendo una vida endeble pero gratificante respecto de Sicilia, la mafia y la posible vida de viuda de mafia que el destino y las antiguas costumbres le tenían destinada. Piera comenzó nuevamente a comunicarse por teléfono con su adolescente cuñada Rita. En una de esas tantas charlas, extensas, vagas pero cargadas de emociones ahogadas, Rita en uno de los tantos intentos por ser autorizada por su cuñada para poder visitarla en Roma, interrumpe intempestivamente a Piera cuando está comenzaba a detallar las prohibiciones que la policía les imponía a los testigos protegidos. “No quiero visitarte, quiero testificar”. Piera no hizo un silencio extendido, sino que el silencio se le impuso. Cuando logró encontrar las palabras que creía necesarias darle a Rita le dijo: “Sabes lo que significa. Nunca podrás volver a Sicilia”. Rita le confirma su decisión. Está decidida y ninguna inquisidora pregunta la va a hacer cambiar de opinión.
Las próximas semanas de Rita serán cubiertas de nerviosismo, ansiedad e incertidumbre. Pasaron los días y el mismo policía que acercó a Piera hasta la fiscal Morena Plazzi solo le decía que esperara, que era menor de edad, que quizás cuando cumpliera los diecisiete años -en dos meses-, el sistema judicial italiano la podría escuchar y valorar la información que ella pudiera aportar. El hartazgo, la impaciencia y el maltrato perpetuo de su madre la llevaron a no tolerar dilaciones; sobre todo porque las declaraciones de Piera llevaron a que la detención de diez mafiosos de Partanna. En octubre de 1991, el diario La Repubblica publicaba “Piera Aiello - Atria. La mafia mató a su marido. La viuda ahora desafía a los clanes”. La conmoción en Partanna era silenciosa pero total. La madre de Rita les gritaba a las pocas personas que todavía le hablaban, que ella nunca había querido a su nuera. Que era una puta y que había traído la desgracia a su familia. A Rita le retiraba el saludo hasta su novio: “No puedo ver a la cuñada de una arrepentida”.
Tan solo dos días después, Rita luego de nuevas, reiteradas y desesperadas llamadas, logra encontrarse frente a frente con la fiscal Morena Plazzi y ante la cual comienza -al igual que Piera- comienza a declarar: “Soy hermana de Nicolò Atria asesinado en Montevago el 24 de junio de 1991. Me presento a su señoría con la intención de proporcionar algunas informaciones de las que tengo conocimiento sobre episodios y circunstancias relacionadas con el asesinato de mi hermano, así como el asesinato anterior de mi padre, ocurrido en Partanna en 1985 y, de manera más general, información relativa al entorno en el que se produjeron estos episodios. Recuerdo que a mi padre lo apodaban El Doctor y esto se debía a que en Partanna desempeñaba el papel de pacificador …”. Rita expulsa las palabras. El tipeo del policía no logra siquiera emparejar el tiempo vocal de Rita. Mientras Rita expone, también recorre en su cabeza todo lo que le estaba pasando, todo lo que estaba cambiando. Sus amigos, o mejor dicho sus conocidos, todos los que transitaron su vida cuando su padre era “El Doctor de Partanna” ahora eran sus perseguidores, sus peores miedos materializados en personas que antes saludaba, besaba, abrazaba y excepcionalmente confiaba.
El 21 de noviembre de 1991 por la mañana Rita se despierta, desayuna y prepara su mochila para ir hasta la escuela de hotelería. La noche anterior había sido terrorífica. Un viejo empleado de su padre, que estaba junto a Vito cuando fue asesinado más de seis años atrás, tocaba la puerta de su casa y le pedía a Rita hablar con ella. Rita rechazó la oferta y a los pocos minutos escuchó el motor de un auto partir. Estaba convencida de que la iban a matar. En su diario privado, que desde hacía un tiempo llenaba con anécdotas, miedos y algunas pocas alegrías, descargaba el pánico que vivió esa noche: “Espero que no sea la última vez que escribió en este cuaderno”. Rita fue hasta la parada del colectivo acompañada de su madre. La mochila que llevaba era la misma de siempre, algunos cuantos libros y su diario. Pero Rita no fue hasta la escuela. Se bajó del colectivo en Montevago. Entró a la comisaría y le contó a la policía la visita de la noche anterior. Ese mismo día Rita abandonaba Sicilia. Paolo Borsellino, el fiscal de Marsala consideraba que Rita no podía tomar más riesgos y en menos de veinticuatro horas la piccirilla -la niña, la pequeña- estaba en un avión con destino a Roma para llegar y vivir como testigo protegida junto a su cuñada Piera.
La vida de Rita instantáneamente cambia. Está en la capital del país. Para ella Roma puede ser la capital de cualquier otro país, no tiene nada que ver con Partanna, ni siquiera está cerca de comprender como una ciudad y otra están dentro de un mismo territorio y que todos sus habitantes comparten algo tan cercano y lejano como una identidad. Las dos mujeres están felices. Están juntas, sin miedos, pensando solo en el futuro, en una ciudad cosmopolita, haciendo cosas que las mujeres sicilianas -y mucho menos las viudas o huérfanas de mafia- no se podían permitir. Iban al gimnasio, a la esteticista y Rita que se tiñó de rojo el pelo, también se animó a usar unos shorts que su madre nunca le hubiese permitido usar. “Pareces una puta” le hubiera dicho. Rita sabía sobre la mafia. Rita se estaba enfrentando a la mafia y por lo tanto a su familia. Rita ponía en riesgo su vida. Maltrecha, despreciada y con más cicatrices que gestos de cariño, pero una vida al fin. Pero Rita también era una adolescente. Las paredes de su nueva habitación en Roma tenían fotos de Eros Ramazzotti, en los cajones había maquillajes y ropa de varios colores. Rita en Roma era y se sentía por primera vez una adolescente.
Si bien la vida en Roma era nueva y esperanzadora también era organizada por la policía y los fiscales. La familia extendida de Piera, Rita y Vita María eran los policías que cada cierto tiempo las trasladaban a otras “casas de seguridad”. Cuando la vida en alguna casa, en un barrio y con cierto círculo de personas se volvía rutinaria, el reglamento que regía la vida de los testigos protegidos obligaba a desarmar esa rutina. “La mafiosa en pollera” como le decían los policías comenzaba a testificar. Si bien Rita estaba decidida en colaborar con la justicia, en facilitar el trabajo para condenar a las personas que habían traicionado y asesinado a su padre y a su hermano, todavía no comprendía el mundo que estaba por fuera de la mafia. Cuando conversaba con las autoridades intentaba defender a la vieja mafia, de la que su padre formaba parte, de la cual estaba orgulloso y Rita por amor a su padre también. Las preguntas de la fiscalía comenzaban a desarmar esa estructura, la única que Rita tenía y a la cual se aferraba en un intento por no quedar totalmente despojada de pasado, cultura, afecto y tradición. Las repreguntas la alteraban. Rita se desesperaba por los ataques indirectos que recibía su tradición, de la cual ella renegaba pero que era suya. En una de esas tantas conversaciones Rita llegó a una frase de Giovanni Falcone: “Si realmente queremos luchar contra la mafia, no debemos convertirla en un monstruo, ni siquiera en un pulpo o en un cáncer. En cambio, debemos admitir que se parece a nosotros”. Aquella frase de Falcone fue un antes y después para Rita. Las declaraciones que realizaba sobre las actividades mafiosas en Partanna empezaban a acusar a las personas más cercanas a sus sentimientos. Días después Rita escribiría en su diario: “Antes de luchar contra la mafia tienes que hacer un autoexamen de conciencia y luego, después de haber derrotado a la mafia que llevas dentro, podrás luchar contra la mafia entre tus amigos; la mafia somos nosotros y nuestra mala forma de comportarnos”.
Rita vivía mejor en Roma. Hacía cosas de adolescentes, cosas que la hacían feliz. Pero Rita se quedaba sin pasado. Comenzaba a comprender lo que habían hecho durante tanto tiempo su padre, su hermano -hasta su novio adolescente- y lo reprobaba y eso destruía sus cimientos. Su madre la despreciaba con mayor empeño por la sospecha de estar colaborando con la justicia y su hermana mayor evitaba hablar con ella. Rita vivía con Piera y su sobrina, pero no eran su familia, no eran parte de su estructura; Rita había demolido su pasado. “Son casi las nueve de la noche, estoy triste y desmoralizada. Tal vez porque ya no puedo soñar, en mis ojos veo tanta oscuridad. No me preocupa el hecho de que tendré que morir, pero nunca podré ser amada por nadie. Nunca podré ser feliz y hacer realidad mis sueños. Me gustaría mucho poder tener a Nicolò cerca de mí, poder tener sus caricias y sus abrazos, lo necesito mucho, y lo único que puedo hacer es llorar, pero me gustaría mucho a mí Nicolò. Nadie podrá jamás comprender el vacío que hay en mi interior, ese vacío insalvable que todo ha aumentado poco a poco. Ya no tengo nada ni a nadie, no tengo más que migajas. No puedo distinguir el bien del mal. Todo es tan oscuro y sórdido ahora. Pensé que el tiempo podía curar todas las heridas, pero no. el tiempo las abre cada vez más hasta matarme lentamente ¿Cuándo terminará está pesadilla?”
Además de la pesadilla de la soledad, Rita debía enfrentar nuevamente a su madre cada vez que debía viajar a Sicilia para testificar. La policía reunía a Rita con su madre en cada viaje. Rita era menor y la madre había denunciado que la justicia y en particular Paolo Borsellino la había secuestrado. Los encuentros entre Rita y su madre se transformaban en ahogos mortales. Rita estaba cubierta de agua, sin aire, agitando sus brazos desesperadamente para alcanzar aire y su madre solo la empujaba más y más abajo, aumentando su angustia y desconsuelo. “Te di de comer, te vestí, aunque estaba sola, una viuda pobre…”. Para Rita era muy difícil defenderse. Su madre espiralizaba los ataques y Rita respondía como podía, con palabras justas pero cargadas de tristeza por a quien estaban destinadas. El único momento en que Rita se sentía protegida como nunca lo había sentido desde que asesinaron a su padre, era cuando en esas reuniones participaba Paolo Borsellino. Él podía detener a su madre, él era a quien su madre temía y eso le impedía intensificar las agresiones sobre Rita. “Rituzza, no te enojes, un día tu madre entenderá lo que estás haciendo y yo estoy contigo, hasta que lo entienda no estás sola”. Rita sobrevivía con Paolo al lado. Rita tomaba aire en la superficie cuando Paolo la empujaba hacía arriba. Cada vez que Paolo se reunía con Piera, Rita y Vita María para ellas ocurría algo especial. Llegaba a las reuniones con caramelos para la más pequeña de las mujeres, la dejaba dibujar en su escritorio y charlaba por fuera de los expedientes con las dos mujeres. Además de reunirse personalmente, ellas podían llamarlo por teléfono cuando querían.
Piera, Rita y su sobrina siguen cambiando de casa. Siguen viajando a Sicilia para recordar detalladamente la muerte a su alrededor durante diecisiete años. En medio de ese purgatorio declarativo, Rita se enamora. Un joven cadete militar la logró conquistar después de verla en los Museos Vaticanos. Rita que no era Rita para el joven Gabrielle, cuando conoce la historia de Rita la acepta inmediatamente y conduce a la piccirilla hasta el paraíso. Rita se enamora perdidamente, Gabrielle también, pero Rita encuentra una tabla a la cual sujetarse en el medio del océano. No era en nada parecido a su pasado, pero podía ser su futuro más inmediato, el que debía intentar construir para intentar sobrevivir.
El 23 de mayo de 1992, Italia entraba en pánico. La mafia seguía asesinando, los periodistas y los sicilianos decían que Palermo se había transformado en Beirut -hacía muy poco tiempo que había terminado la extensa guerra civil en el Líbano-, pero ese día, la mafia siciliana asesinaba a Giovanni Falcone, a su esposa -la jueza Francesca Morvillo- y a tres de sus escoltas. Una bomba abrió un agujero en la autopista y en el alma de todos los hombres y mujeres que sufrían y se enfrentaban a la mafia. Paolo Borsellino que llegaba minutos después al hospital donde habían trasladado a Falcone, le agarraba la mano a su amigo y lo acompañaba en sus últimos segundos de vida. Días después Paolo diría que Falcone comenzó a ser asesinado varios años antes. Cuando lo atacaron por su decisión de intensificar la lucha contra la mafia, cuando le negaron los recursos y los espacios para optimizar los mecanismos que él mismo desarrolló en poco más de diez años.
Rita y Piera observaban la transmisión televisiva del funeral de Giovanni, Francesca, Vito, Rocco y Antonio -los tres escoltas- y no podían dejar de buscar a Paolo que se mantenía cerca del ataúd de Giovanni, como intentando en vano protegerlo de cualquier nuevo ataque. Las lágrimas de Paolo no lograban salir definitivamente de sus ojos, pero poco a poco se inundaban, nublando el campo visual, pero revelando un alma fragmentada. Rita escribía en su diario hasta varías veces por día despues del asesinato de Giovanni: “La única manera de eliminar está plaga en concientizar a los niños que viven entre la mafia. De que afuera hay otro mundo hecho de cosas simples pero hermosas, de pureza, un mundo donde te tratan por lo que eres, no porque eres el hijo de tal o cual persona, o porque pagaste un soborno para que hicieran ese favor. Quizás nunca exista un mundo honesto, pero ¿Quién nos impide soñar? Quizás si cada uno de nosotros intenta cambiar, quizás lo logremos”.
Paolo buscaba desesperadamente participar en la investigación sobre el asesinato de Giovanni. Intentaba ocupar el puesto vacante de su amigo en Roma y entrevistar a la mayor cantidad de arrepentidos colaboradores para iniciar o concluir cuánta investigación le fuera posible. Años después, Agnese, la esposa de Paolo contaba que el 18 de julio en la mañana muy temprano, mientras caminaba en la playa junto a Paolo, sin escoltas, solos los dos como cuando eran jóvenes, que su esposo le dijo: “No será la Mafia quien me mate, serán otros, y ocurrirá porque alguien lo permitirá, y entre ellos, también algún colega”. El 19 de julio de cuando terminó una reunión familiar y la visita a un amigo, Paolo se encomendó a cumplir la cita que pocos minutos antes acordó con su madre. La avisó que la iría a visitar a la tarde a su casa, en la Vía Mariano d'Amelio 21, una calle sin salida que básicamente funciona como estacionamiento para los vecinos de la cuadra y aledaños. En ese departamento, que las fuerzas de seguridad supuestamente protegían por el alto riesgo que se representaba ser un familiar del principal enemigo de la mafia, esa misma mafia junto a los servicios secretos corruptos del Estado Italiano -que se encontraban negociando con la Cosa Nostra para poner un freno a las masacres-, había estacionado desde hacía varios días, un Fiat 126 cargado de cientos de kilos trinitrotolueno (TNT). Paolo llegó en tres autos acompañado de sus seis escoltas. A las 16.58 a través de un mando a distancia -algunas versiones todavía hablan de que los explosivos estaban conectados al timbre del intercomunicador de la madre de Borsellino- se accionó la bomba depositada desde hacía varios días en el Fiat 126, en una calle sin salida, frente al edificio donde vivía la madre del principal objetivo de la mafia siciliana. La bomba destruyó, desgarró y destrozó los cuerpos de Paolo y de cinco de sus seis escoltas: Emanuela Loi, Agostino Catalano, Vincenzo Li Muli, Walter Eddie Cosina y Claudio Traina.
El 19 de julio era un domingo y por lo general Rita, Piera y Vita María iban hasta la playa en Ostia, a unos pocos kilómetros de distancia de Roma. Contaban con el auto de Gabrielle que está en misión en Albania y que había dejado el vehículo a disposición de las sicilianas. La relación con Gabrielle estaba formalizada. La policía estaba al tanto, habían comprobado los antecedentes del joven y Rita había solicitado un departamento para dejar de vivir con su cuñada y su sobrina para comenzar a hacerlo con su novio. Pero ese día llovía torrencialmente en Roma y las dos mujeres decidieron quedarse en el departamento. Cerca de las seis de la tarde, Piera llama a su padre como todos los domingos por la tarde. “¿Cómo están ustedes?” preguntó el padre. El uso del “ustedes” despertó sospechas en Piera. “Bien ¿Por qué?” Y el padre dio la noticia que Piera jamás pensó escuchar. “Mataron a Borsellino”. Piera dejó caer el teléfono y comenzó a ocultarse en una cápsula invisible e inexistente en el piso, como si se estuviera introduciéndose en un útero, el lugar en el que todo mamífero considera estar protegido de todo y de todos. Rita llegó corriendo desde la otra habitación. “¿Que paso? ¿Le paso algo a tu padre?”. A lo que Piera desde ese útero imaginario, inexistente pero protector le contesta: “No, mataron a Borsellino”.
Rita retrocedía sobre sus pasos y miraba a Piera desde la altura lógica de una persona en el piso y otra parada. La observaba y la atacaba con la mirada. “No lo creó”. Rita gira y vuelve a su habitación, continúa vistiéndose para la salida con amigas que tenía planificada. Se peina, se maquilla y sale. Para Rita, Paolo no estaba muerto y así lo vivía. En los días que siguieron a la masacre de vía D’Amelio -la calle en la que Paolo y sus escoltas fueron asesinados-, Rita no prendería la televisión o leería algún periódico. Solo se dedicaba a atender y ayudar a su cuñada que producto de una crisis nerviosa era medicada con tranquilizantes. Rita se encargaría de la casa, de la comida y de Vita María, su pequeña sobrina. Sombras producto de una luz inexistente se apoderaban de Rita. “Se acabó. Ahora ya no queda nadie que pueda protegernos”.
Con el atentado de Falcone primero y de Borsellino después, los colaboradores de justicia comenzaban a arrepentirse. Si el Estado no pudo proteger a quienes eran los objetivos prioritarios de la mafia, como iban a protegerlos a ellos. Piden declarar para desdecirse de sus anteriores declaraciones, esperan sin sentido que los jefes de la mafia les perdonen la vida -o la muerte- a ellos y a sus familiares. También se comunican desde el poder judicial con Piera y Rita. Casi que les ofrecieron retractarse de sus declaraciones, a lo que las dos se niegan. “Ahora tengo aún más motivos para seguir luchando” les contesta Rita. Incluso le comunican que habían aceptado su pedido de contar con un departamento para convivir con su novio. La noticia pasó inadvertida para Rita que se ahogaba en sombras cada vez más profundas. “Ahora que Borsellino ha muerto, nadie puede comprender el vacío que ha dejado en mi vida. Todo el mundo tiene miedo, pero lo único que temo es que gane el estado mafioso y que maten a más pobres idiotas que luchan contra los molinos de viento. Borsellino, moriste por lo que creías. Pero yo sin ti, estoy muerta”.
El 24 de julio, Piera y Rita debían nuevamente mudarse. Estaban acostumbradas, pero está vez, Rita tendría su propio departamento. Las trasladan hasta el barrio de Tuscolano, en las afueras de Roma. A Rita se le designa el departamento del séptimo piso. Espacioso, bonito, regular y casi idéntico a todos los otros que alquilaban los encargados de proteger a los testigos de justicia. Dormitorio, cuarto de estar, cocina americana, baño y ventanas a la calle. Tan solo habían pasado cinco días del asesinato de Paolo y Piera no quiere dejar sola a su cuñada; o quizás ella no quería quedar sola, sin su cuñada. La convence a Rita de ir hasta su casa, tomar algo juntas y charlar como muchas otras tantas noches hicieron. Rita acepta poco convencida. En medio de la velada entre las dos mujeres Rita le manifiesta a Piera que no iba a viajar al otro día con ella hasta Sicilia. “Yo me quedo en Roma”. Las sicilianas tenían planificado viajar hasta Sicilia para pasar unos días junto a la madre y el padre de Piera. “No quiero ir, prefiero quedarme acá y empezar a ordenar las cosas”. Piera se enoja, no quiere que su cuñada quede sola y tampoco quiere cancelar un ticket de avión. La noche se ponía expresa. A la negativa de Rita de viajar, muchos de los pensamientos que Rita guardaba en su diario personal comienzan a aflorar. Rita comienza a hablar de la muerte. La nombra como si fuera algo regular para una adolescente de diecisiete años. Lo era para una adolescente siciliana que había nacido en el seno de la mafia, que había quedado sola desde muy pequeña y que seguía perdiendo los pocos refugios que lograba construirse ella misma. “Cuando muera, mi ataúd debe ser de madera clara. Solo tendrán que ponerme un traje negro con camisa blanca y un moño rojo. Y tendrás que darme un corazón de rosas rojas con un lirio blanco en el centro”. Piera como pocas veces pasaba le gritó: ¿De qué mierda estás hablando? Por qué no piensas en las cosas bonitas que te esperan Rituzza. Por favor no estés tan caída”.
En Sicilia el calor es agobiante. Piera y su madre conversan en el hall del hotel en el que se hospedan. Por la puerta del hotel cruzan las magistradas Morena Plazzi y Alessandra Camassa acompañada de un par de policías. Piera y su madre se sobresaltan. El miedo y el sudor frío cubrió cada centímetro de su cuerpo en tan solo un segundo. El calor del ambiente chocaba con la criogenia de sus músculos y las paralizaba. El cuerpo, los pensamientos y las emociones de Piera se disparan cuando escucha: “Rita se suicidó”. Al otro día Piera voló hasta Roma junto a la magistrada Camassa y su padre. Durante todo el viaje se reprimía por haber dejado sola a Rita. Debía sospecharlo. Rita se había pasado toda la noche anterior Rita hablando de la muerte como alguien o algo con quien convivía desde hacía mucho tiempo, como su compañera de viaje más fiel, la única, en definitiva. Cuando Piera llegó a Roma fue directamente hasta la morgue, a cumplir el último deseo de Rita. La vistió con un traje negro, una blusa blanca y un moño rojo. Luego fue hasta al departamento de Rita, las cajas y las bolsas con la ropa, las fotos y los pocos objetos personales de la piccirilla seguían igual que el día de la mudanza. La casa estaba clavada en el 24 de junio de 1992, en el día de la mudanza, en uno de los tantos días en que Rita no pensaba en otra cosa que la muerte. Solo había una excepción. Al lado de la ventana por la cual Rita se había arrojado estaba escrito en lápiz sobre la pared: “Te amo, no puedo vivir sin ti. Adiós, se acabó”.
La muerte de Rita había comenzado muchos años antes. Quizás como el de todas las personas, con la primera inhalación del aire al nacer. Pero con la muerte como compañera el camino se aceleró. Rita fue herida con el asesinato de su padre y de su hermano, comenzó a agonizar con la muerte de Giovanni Falcone y terminó muriendo con el asesinato de Paolo Borsellino. Rita estaba herida desde los once años y decidió terminar con su agonía seis años después.
El cuerpo de Rita fue sepultado en el cementerio de Partanna. La piccirilla volvió a Partanna, pero esta vez con el amor y el cariño de la gente que Rita no conocía. Las mujeres de Palermo organizaron una marcha de silencio desde la plaza del pueblo hasta el cementerio. Bajo el sol agresor de Sicilia en verano, mujeres de todos los extremos de Sicilia fueron hasta Partanna y encabezaron la marcha. Mujeres que eran algo de la mafia. Viudas, huérfanas, madres, hermanas, tías y sobrinas de alguien asesinado por la mafia. Algunas que como Piera y Rita no querían ser un concepto de la mafia, y otras que sufrieron perder a un familiar por cruzarse en el trayecto de la mafia, o, mejor dicho, de sus balas. Muchas eran las mujeres que habían cargado el ataúd de Rita un año antes. Las mujeres que estaban solas caminaron las cuadras de Partanna ante la mirada de hombres que la miraban como una feria que atravesaba la ciudad. Todas llevan una rosa roja en la mano. Algunas con carteles que decían “Rita, siempre con nosotras”. Piera no pudo asistir ni al funeral ni al primer aniversario, pero cada vez que viajaba a Sicilia para testificar iba en secreto al cementerio a dejar flores a su esposo y su cuñada.
Rita inconscientemente se convirtió en un ejemplo para muchas personas, sobre todo para otras mujeres. Pero como la vida de Rita nunca fue fácil, su muerte tampoco lo sería. El segundo día del mes de noviembre, el día de los muertos, su madre, que no había asistido ni al funeral ni al entierro, ingresó como muchos ese día al cementerio. Vestida de negro como hacía más de seis años -como le correspondía a una viuda-, con un bolso en la mano caminó hasta la tumba de su esposo, su hijo y su hija. La Rita estaba decorada con una placa de mármol en forma de libro abierto, con la foto de Rita y la frase “la verdad vive”. Su madre abrió la cartera, sacó un martillo y comenzó a destruir la lápida que identificaba la tumba de su hija. Pedazos de mármol quedaron esparcidos en el piso. La foto de Rita con las marcas del violento hierro golpeando sobre ella. La madre había elegido ese día para que todo Partanna la observara. Debía demostrar que por sobre todas las cosas, ella era una viuda de mafia.
Rita era una mujer de diecisiete años, que creció entre la mafia por el designio o la maldición de vaya a saber quién. Rita era una mujer madura desde la infancia, cuando tuvo que comprender que ya desde el útero de su madre, se encontraba en peligro. Rita solo vivió lo que pudo. Rita logró tolerar el sufrimiento todo lo que pudo. En medio de todo ese transitar por el infierno, Rita escogió hacer lo correcto. Hoy calles, cooperativas, escuelas y centros sociales en toda Italia la recuerdan. Que el amor que tanto buscó y que le fue esquivo, la recuerde, a la mafiosa en polleras o como a ella más le gustaba, a la piccirilla de Paolo Borsellino.
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